Cosmocrash

La soluble indisolubilidad

No tengo por costumbre utilizar esta bitácora para verter opiniones sobre cosas muy concretas. Por lo general arropo ese tipo de comentarios con la fraseología corporal que otorga el cara a cara y la circunstancia de lo inmediato. Por eso no dejo de tener una cierta sensación de extrañeza al proponerme hablar ahora de ciertas películas y algunos libros. Pero al mismo tiempo me tranquilizo a mí mismo: dibujo internamente el diagrama de lo que va a suceder y me percato de que esto no es un foro de criticones ni el desliz amateurista de un analista fílmico. Que en fondo, como siempre, voy a hablar de ello porque ese ello va acabar implosionando como un micelio bastante voraz y de coordenadas aún no definidas. Así que vamos a ello.

El otro día visité un cine. Lo cierto es que la casuística mercantil de la cinematografía ha hecho de estas visitas algo lamentablemente muy puntual, como la visita de rigor que pueda hacerse una vez al año a un pariente al que se aprecia pero que vive en un mundo alejado y de difícil acceso. Así que con cierto rubor penetré en la sala y devoré Cosmopolis de Cronenberg. Y de De Lillo, por supuesto. Había oído y leído casi todo lo imaginable de ese conspícuo cruce entre ambos autores, por los que siento una devoción equiparable, aunque no equivalente. Un todo que venía a ser por lo tanto lo mismo que una nada y que me permitía llegar a la película libre de asideros y rémoras acomplejadas. Y la experiencia que viví me refrendó en ciertas nociones que llevo tiempo asumiendo aunque por desgracia no tienen habitualmente el correlato necesario en la realidad. La de la potencia de lo fílmico como una matriz de pensamiento. Tomando el material literario de la novela de De Lillo, y haciéndolo con un arriesgadísimo ejercicio de literalidad, Cronenberg consigue algo poco habitual: que en esa simbiosis casi mimética entre uno y otro plano de la misma anti-historia, la película no aparezca precisamente como una adaptación, ni siquiera como una translación, sino como una concatenación de conceptos fílmicos que emergen del ovillo que es la extraña novela del autor de Submundo para crear algo inédito. Un violento balbuceo cinematográfico, síntoma de algo mucho más monstruoso que está a punto de emerger en alguna otra parte aún oculta.

En Cosmópolis (la película), no sucede nada relevante desde el punto de vista de la tradición narrativa y de la expectativa fílmica: carece del ritmo habitual de una película, está poblada de extensos paréntesis yermos, vacíos de significaciones, y en los cuales irrumpen, de repente, coágulos de palabras, rostros y movimientos. La mayor parte de la acción sucede en un paradójico contraste, en una fantasía de movilidad que en el fondo no tiene lugar más allá de las especulaciones y el espacio espectral de la información. Lo humano es algo pasivo, inerte, una intensificación exponencial de la sociopatía ya anunciada por Easton Ellis en American Psycho y por el propio Cronenberg en Crash -mucho más de lo que consigue Ballard en el original literario. El filme es irritante, quebradizo, insondable en muchas ocasiones y desconcertante en otras. Y el motivo fundamental de ello es porque no ficciona ni metaforiza la realidad, por mucho que eso pueda ser una lectura cómoda de la película. No, la película se instala en la realidad, toma algunos de sus bosquejos y la lleva a unos parámetros limítrofes de sí misma en los cuales, necesariamente, la crisis y la demencia acaban tomando las riendas de todo y de todos. Una cierta animosidad de autómata recorre el filme, como ya lo hacía en la citada Crash, con la que comparte -nada casualmente- la presencia del automóvil como cinta transportadora del desastre y del sentido y la frialdad metálica de lo visual y lo sonoro como erupción estética de ese automatismo terrible. Todo en Cosmópolis -menos abigarrada en lo descriptivo que la novela de De Lillo- tiene algo de potencia neutra, cansina y al mismo tiempo desasosegante. Su protagonista es una especie de agrimensor kafkiano dando un paso más en su liqüefacción dentro del sistema, encarando un viaje sin contornos y al mismo tiempo totalmente presurizado. Es también un Bartleby barnizado de inapetencia y desorientación, de cuya boca uno espera que salga en cualquier momento la trémula y explosiva fórmula del «preferiría no hacerlo». Y de hecho el final de la película no deja de ser eso: Cronenberg prefiere no hacer lo que todo el mundo espera que haga como culminación de toda esa larga y densa escena. Nadie hace nada de lo que se espera que haga en ningún momento, y al mismo tiempo todo lo que hacen obedece a una lógica que con el tiempo se ha vuelto dramáticamente previsible. El tardocapitalismo es la previsible imprevisibilidad, que se mueve sin moverse aparentemente y que no profesa otra afección que su propia carencia de afectos. En este sentido, Cosmopolis no es un filme sobre ese capitalismo. Deviene ese capitalismo ante nuestros ojos, y como una epifanía disipativa, se desvanece justo cuando creíamos que iba a cerrar el mecanismo. Pero es justo lo contrario. Cosmopolis, como la posibilidad del desastre, permanece ahí suspendida, lívida y abierta lejos ya de nuestro alcance.

 

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